Fantasmas de Amores Pasados

Fantasmas de Amores Pasados

El aire del bar de vinos estaba cargado de aromas a roble, frutos rojos y un toque de vainilla, mientras la luz tenue de las lámparas colgantes bañaba el lugar en un resplandor cálido. En una mesa apartada, cerca de una ventana que daba a una calle empedrada, cuatro mujeres se reunían, como cada mes, para su ritual sagrado: una noche de risas, confesiones y recuerdos que oscilaban entre lo hilarante y lo exasperante. Sus copas, llenas de tintos y blancos de distintas regiones, reflejaban la diversidad de sus personalidades, pero todas compartían algo en común: una colección de historias de amantes que, en el mejor de los casos, eran dignas de una comedia, y en el peor, de una tragedia.

Clara, de 47 años, era la chispa del grupo, con su cabello castaño teñido de reflejos plateados que caían en ondas sobre sus hombros. Sus ojos color avellana brillaban con picardía mientras jugaba con el borde de su copa de Tempranillo. A su lado, Lucía, de 43, destilaba una energía inquieta, sus dedos tamborileando sobre la mesa y su sonrisa traviesa dejando entrever que siempre tenía una anécdota lista para sorprender. Teresa, de 50, era la más serena, con un porte elegante que se acentuaba con su vestido negro ceñido y un collar de perlas que parecía susurrar sofisticación. La última en llegar, Sofía, de 46, tenía una risa contagiosa y un estilo bohemio, con un chal de colores vivos que contrastaba con el ambiente refinado del bar. Eran amigas desde los días de universidad, cuando compartían sueños, desamores y noches interminables de charlas. Ahora, con las arrugas de la experiencia y la confianza de los años, se reunían para exorcizar los fantasmas de sus amores pasados.

“¿Por dónde empezamos hoy?” preguntó Clara, recostándose en su silla con una sonrisa maliciosa. “Porque si vamos a hablar de los peores, mi voto va para Diego. Ese hombre era un manual ambulante de cómo no seducir a una mujer.”

Las demás rieron, y Lucía levantó su copa de Albariño. “Oh, Diego. ¿El que creía que un masaje era apretarte los hombros como si estuviera amasando pan? Por favor, cuéntanos otra vez esa historia. Necesito reírme.”

Clara puso los ojos en blanco, pero su sonrisa delataba que disfrutaba revivir el desastre. “Vale, ahí va. Diego tenía esta obsesión con ‘crear el ambiente’. Ponía velas por todas partes, hasta parecía que iba a invocar un espíritu. Pero luego, cuando llegaba el momento, todo se desmoronaba. Una vez, intentó un masaje ‘sensual’. ¡Santo Dios! Era como si estuviera intentando sacarme un nudo de los hombros con una llave inglesa. Y luego, para rematar, me susurró al oído: ‘¿Te gusta, mi amor?’ mientras me dejaba moratones. Creo que nunca me había sentido menos atraída en mi vida.”

Teresa soltó una risita contenida, ajustándose el collar de perlas. “Eso es casi poético comparado con mi ex, Alberto. Ese hombre tenía una idea del romanticismo que parecía sacada de una película mala de los ochenta. Siempre llegaba con una botella de vino barato, de esos que saben a vinagre, y ponía una lista de reproducción de baladas cursis. Pero lo peor era su manía de hablar durante todo el asunto. ‘¿Estás disfrutando? ¿Es esto lo que querías?’ ¡Por Dios, Alberto, cállate y déjame fingir en paz!”

Las risas estallaron, y Sofía se limpió una lágrima de la risa. “Ay, chicas, me ganáis. Pero mi Óscar… uf, ese se llevaba la palma. Se creía un galán de telenovela. Una vez, quiso ‘sorprenderme’ con un striptease. ¡Un striptease! Pero en lugar de algo sexy, se tropezó con sus propios pantalones, se cayó sobre la cama y rompió una lámpara. Luego, como si nada, me miró y dijo: ‘Bueno, ¿seguimos?’ No, Óscar, no seguimos. Me pasé la noche barriendo cristales.”

Lucía alzó una ceja, incapaz de contenerse. “¿Peor que mi Federico? Porque ese hombre era un caso perdido. Se creía un maestro del tantra, pero lo único que hacía era quedarse sentado en la cama, con los ojos cerrados, murmurando cosas raras como si estuviera meditando. Yo ahí, esperando, y él diciendo: ‘Siente la energía, Lucía, siente la conexión.’ ¡Conexión, mis narices! Lo único que sentía era aburrimiento.”

Las cuatro rieron hasta que les dolió el estómago, atrayendo miradas curiosas de los demás clientes. Clara dio un sorbo a su vino y se inclinó hacia delante, bajando la voz como si estuviera a punto de revelar un secreto de estado. “Pero volviendo a Diego… una noche quiso ‘experimentar’. Sacó un libro, uno de esos de ‘101 posiciones para sorprender a tu pareja’. Yo, ilusa, pensé que podría ser divertido. Error. El hombre se puso a leer las instrucciones en voz alta, como si estuviera armando un mueble de IKEA. ‘Levanta la pierna derecha, gira 45 grados…’ ¡Por favor! Terminé con un calambre y él con el ego herido porque me reí en su cara.”

Sofía se tapó la boca, intentando no escupir su vino. “¡No me digas! Eso es casi tan malo como la vez que Óscar decidió que quería probar con aceites de masaje. Sonaba bien, ¿no? Hasta que descubrí que había usado aceite de cocina. ¡Aceite de oliva, chicas! Olía como si estuviera a punto de freírme en una sartén. Y luego, cuando intenté decírselo, se ofendió y dijo que era ‘un toque mediterráneo’. ¡Mediterráneo, mi trasero!”

Teresa, que normalmente mantenía la compostura, no pudo evitar una carcajada. “Os juro que Alberto era peor. Una vez, quiso hacer un jueguito de roles. Me dijo que quería ser ‘el jefe’ y yo su ‘secretaria’. Pensé: vale, podría ser divertido. Pero su idea de ‘jefe’ era darme órdenes ridículas como ‘¡Tómame nota, cariño!’ mientras intentaba desabrocharse la camisa con pose de galán. Al final, le dije que si quería una secretaria, que contratara una, porque yo no estaba para esas tonterías.”

Lucía levantó su copa, todavía riendo. “Por los hombres que creen que son dioses del amor y no llegan ni a aprendices.”

“Por nosotras, que sobrevivimos a sus desastres,” añadió Clara, chocando su copa con las demás.

“Por la libertad de reírnos de ellos,” remató Sofía, guiñando un ojo.

Teresa dio un sorbo largo a su vino, su mirada perdiéndose en el líquido carmesí. “Lo que más me fascina es cómo todos pensaban que eran irresistibles. Alberto, por ejemplo, tenía esta manía de mirarse en el espejo mientras… ya sabéis. No para verme a mí, no. Para admirarse a sí mismo. Una vez lo pillé flexionando los bíceps en plena faena. ¡Flexionando, chicas! Le dije: ‘¿Qué haces, preparándote para un concurso de culturismo?’ Se puso rojo como tomate y no volvió a intentarlo.”

Sofía asintió, apoyando la barbilla en su mano. “Óscar era igual. Siempre quería que le dijera lo ‘increíble’ que era. Una vez, después de un encuentro particularmente mediocre, me preguntó: ‘¿Verdad que fue épico?’ Épico, dice. Lo único épico fue mi paciencia para no mandarlo a paseo.”

Clara suspiró, con una mezcla de diversión y exasperación. “Diego también tenía su ego. Una vez me dijo que era ‘el mejor amante que jamás tendría’. Le dije: ‘Cariño, si tú eres el mejor, prefiero quedarme con mi vibrador.’ Creo que nunca se recuperó de esa.”

Lucía se atragantó con su vino, riendo. “¡Brutal! Pero Federico se lleva el premio al ego. Una vez me dijo que había leído un artículo sobre cómo ‘dar placer a una mujer’ y que ahora era ‘un experto’. ¿El resultado? Una sesión de caricias que parecían más bien un examen médico. Todo muy clínico, nada de pasión. Le dije: ‘Federico, si esto es ser experto, devuélveme al principiante.’”

Las risas volvieron a llenar el aire, y el camarero, un joven con una sonrisa tímida, se acercó a rellenar sus copas. “Parece que están disfrutando,” comentó, y Clara le lanzó una mirada juguetona.

“Querido, si supieras de qué hablamos, te ruborizarías,” dijo, haciéndolo sonreír antes de que se retirara rápidamente.

Teresa se inclinó hacia delante, con un brillo travieso en los ojos. “¿Sabéis qué es lo mejor de todo esto? Que cada una de estas historias nos ha hecho más fuertes. Más sabias. Más… nosotras. Estos tipos pensaban que nos tenían en sus manos, pero aquí estamos, riéndonos, bebiendo buen vino y siendo más fabulosas que nunca.”

Sofía asintió, levantando su copa. “Por las lecciones que nos dejaron, aunque fueran pésimos profesores.”

“Por las noches que nos hicieron reír en lugar de suspirar,” añadió Lucía.

“Y por nosotras,” concluyó Clara, “porque somos el verdadero fuego que nunca se apaga.”

Las copas chocaron en un brindis que resonó en el bar, un eco de su fuerza, su humor y su capacidad para transformar los recuerdos amargos en historias que las unían aún más. La noche continuó, las anécdotas se volvieron más subidas de tono, los detalles más jugosos, pero siempre con esa chispa de complicidad que solo las verdaderas amigas pueden compartir. Los fantasmas de sus amores pasados no tenían poder sobre ellas; eran solo historias, chispas viejas que se desvanecían en la calidez de su risa.

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